viernes, 2 de diciembre de 2016

Lujo y prestigio no siempre van de la mano



Hace unos días leí un magnífico artículo escrito por Marcos Mosteiro, un especialista en el mercado del lujo, en el que hacía mención a la excelencia de la firma francesa Hèrmes.

El autor destacaba que, más allá del ritmo sostenido de crecimiento, fruto de una estudiada, planificada y sostenible expansión, el éxito se debe a una constante histórica que distingue a la marca, expresado en un párrafo que he destacado en su lectura: “Detrás de sus cuidadas colecciones hay muchas horas  de trabajo de expertos artesanos en marroquinería de lujo. Estos artesanos son conscientes de que la única forma de salir y conquistar al cliente es consiguiendo excelencia y diferenciación.

Mi experiencia en el universo del lujo me permite reconocer estas características ocultas en otras firmas a las cuales observo y analizo y de las que suelo realizar algunos comentarios en esta y en otras redes. Esta cercanía me ha permitido discernir entre una firma de prestigio y una de lujo.

¿Cuáles son mis argumentos para diferenciar estos conceptos? En primer lugar, el DRAE define prestigio como: “Pública estima de alguien o de algo, fruto de su mérito” y, en su segunda acepción, “Ascendiente, influencia, autoridad.”
En cuanto al lujo, el concepto moderno del mismo no figura en el diccionario, pues este dice del mismo “Abundancia de cosas no necesarias”. En realidad el lujo hoy es una experiencia, más allá del valor dinerario necesario para adquirir los diferentes artículos o bienes; es un conjunto de sensaciones –y por qué no de emociones- que quienes las experimentan, y tienen acceso a estas vivencias, suelen apreciar y que les proporcionan un cierto grado de felicidad.

Las marcas de lujo están asociadas al glamour por una costumbre histórica, pues en el siglo XVIII poseer artículos de lujo era propio de la nobleza y en el XIX eran accesibles a la aristocracia, al patriciado o a ciertas oligarquías. En el siglo XX el lujo se relaciona con el hedonismo y la búsqueda de la experiencia, así como con el éxito económico, pero en la actualidad la principal relación que establece un cliente es la emoción, dado que la posibilidad de experiencia ya no es exclusiva o propia de una clase social.

Sin embargo prestigio no siempre se encuentra unido al concepto de lujo. Las tradicionales marcas de lujo gozan del prestigio desde el momento de su nacimiento hasta nuestros días, pues no se debe olvidar que muchas ya han pasado una centuria manteniendo sus más altos estándares de calidad, creatividad e innovación, aun cuando actualmente pertenezcan a un grupo empresarial y no a la familia fundadora.

La dicotomía entre lujo y prestigio se produce cuando se pierden algunos de los atributos con los cuales una casa de lujo ha sido concebida, pues una marca de lujo no representa sólo el producto que se luce o disfruta, sino que detrás de ésta existe una maquinaria humana que hace posible, por ejemplo, una colección inolvidable.

De igual manera hacia adelante de ese producto o servicio también existe, un intangible que deriva de una cierta responsabilidad respecto de la creación y conservación de esa otra constante denominada prestigio.

Este detrás y delante que he mencionado, hace referencia al equipo humano que diseña y produce así como al que presenta –y comunica- al cliente el artículo terminado. Si el segundo eslabón de la cadena, el presentador, no realiza su tarea con el mismo amor que el que lo ha pensado y creado, provocará a mediano plazo la infidelidad del cliente que, acostumbrado a ciertos estándares de atención y servicio, migrará hacia otra marca. 


Un equipo humano motivado y entrenado, conocedor del lujo e identificado con los valores y atributos de la casa a la que representa, es el que tiene en la palma de su mano la posibilidad de preservar el patrimonio obtenido a través de una trayectoria, o bien, permitir que esa marca deje de ser de lujo para convertirse solamente en una más de prestigio, apoyada por una política de precios altos, o bien que se transforme en un simple castillo de naipes.




Por Edith Pardo San Martín